EL RELOJ, EL AMOR Y LA MUERTE

Manuel miraba el reloj de oro y esmalte, buceando en la memoria de ese regalo, de ese momento, de la gloria pasada que se antojaba a nada y hoy pesa tanto. Un obsequio del Rey Jorge III de Inglaterra, cuando el guerrero le ganaba al erudito y la sangre solo podía forjar la libertad. Sueños grandilocuentes que son una burla del destino, la eternidad que se ahoga en la tos y la llegada de una muerte dolorosa e irreversible, la imposibilidad de todas las posibilidades. La bandera fue un símbolo que hoy solo se venera en mundiales.

Germán Rodríguez
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Amó a esa joven hacía un par de años, pero un sentido de soltería se le hacía más fuerte, más impersonal.

El 3 de diciembre de 1817, el general Manuel Belgrano le escribía al entonces gobernador de Salta, Martín Miguel de Güemes: “Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.

No estaba en contra del matrimonio pero un cúmulo de desamores y obligaciones gestadas por las convicciones le harían un vacío difícil y que no quería llenar.

Aun así la juventud de Dolores era un grifo de vida a sus 47 años y el amor dibujaba una trampa para engañarlo en una vida a la que las enfermedades ya querían terminar. Dolores era un símbolo de amor, pero también de revancha y olvido. No era el momento, ese tiempo ya había pasado.

El rostro con barro y sangre, los guerreros caídos, el terreno lodoso, las explosiones, los gritos de valor y dolor, la retirada y la derrota, el cuero hecho jirones, un arroyo de sangre que embarra las botas, el sable sin brillo en la conjunción de lo perdido, retroceder ante el desastre, rojos los ojos de dolor y bronca.

El norte no estaba acabado pero los realistas avanzaban y los porteños ya no querían mandar más ayuda, envenenados ellos en sus guerras de poder internas. Solo los valientes viajan a ser descuartizados en el preámbulo de la patria.

Dolores tomaba la mano de Manuel mientras en su fiebre revivía una y otra vez la batalla perdida, el miedo a fallar, a las palabras duras de su madre que lo marcaron y lo hicieron lo que es, un hijo de presiones y legados, el hijo que debía destacar, el que soñó ese 25 de mayo.

El mismo amor

Dolores debería dejar al guerrero, su padre la casaría después con otro hacendado que a la larga la abandonaría. Un amor frustrado y roto que ni el tiempo lograría recuperar. No había finales felices en esas lides.

Tal vez esa historia era como todas las historias y en realidad era solamente la misma historia que repite lo que le había sucedido en otra época, en otro tiempo con María Josefa, cuando él tenía 30 y ella 15 años (eran otro tiempos, otras historias, otras relatividades existenciales de las que no podemos ser ni jueces ni verdugos, pero que no podemos evitar tomar cartas, como si a los muertos les importara).

También ese amor tuvo un freno aristócrata y el amor que se digitaba a dedo lo alejaría nuevamente.

La gesta dice que la bandera ondeaba y los soldados juraban lealtad y muerte. Que era un desafío a Buenos Aires, que era una provocación, pero Belgrano veía el símbolo de la lucha, el futuro escondido detrás de los colores, les mostró algo que no entenderían aún y que quienes siguieron siglos posteriores tampoco alcanzaron a comprender. Alta en el cielo un águila guerrera.

La tos, la sangre en la mano, el final sabido pero que nadie acepta.

Josefa se había casado con otro, aunque aún así lo siguió cuando se hizo cargo del Ejército del Norte, un par de años después. Manuel y Josefa permanecieron juntos en el norte alrededor de ocho meses que, a su vez, serían los únicos. Vino la bendición de la bandera en San Salvador de Jujuy, el éxodo jujeño y la batalla de Tucumán. Amor y muerte, las dos fuerzas que manejan el universo de las personas. Esos meses donde el amor y la leyenda se forjaban, en los que el hombre se sintió elevarse por siempre.

El reloj jugaba en su mano, el brillo lo encandilaba como alguna vez se cegó gritando victoria en territorio arrasado.

Somos juguetes del destino, le dijo un viejo soldado moribundo al que alcanzó a dar la mano. Nunca lo olvidaría.

El reloj dorado fue el pago del servicio del médico que atendió al prócer hasta su triste y pobre muerte. El tiempo reconstruiría un héroe, un mito, un mármol, trampas a la memoria que nos hacemos para creer que existimos.

Según relató Bartolomé Mitre en su libro Historia del general Belgrano y de la Independencia Argentina, el creador de la enseña nacional se dirigió en sus últimas horas de vida a su hermana Juana y le pidió que le alcanzara el reloj que colgaba de la cabecera de su cama. “Es todo cuanto puedo dar a este hombre bueno y generoso”, dijo el general refiriéndose al médico, que recibió el obsequio conmovido.

La argentinidad

Por su gran valor histórico, con los años la pieza fue conservada hasta que terminó exhibida en el Museo Histórico Nacional, cercano al Parque Lezama porteño. Era una de las joyas más destacadas que se mantuvo cuidada en el lugar por décadas, hasta que en 2007 el reloj desapareció misteriosamente de una de sus vitrinas. De inmediato, se lanzaron alerta y todo tipo de medidas para evitar que la valiosa pieza fuera enviada al exterior. Se dio aviso a Interpol y la policía se puso a investigar los registros de las cámaras de seguridad del museo: allí se podía ver claramente al ladrón en el momento en que movió la vitrina, arrancó el reloj, que estaba atado con una tanza, y escapó sin que ningún guardia de seguridad advirtiera lo ocurrido.

El reloj que acompañó hasta el final de sus días al creador de la bandera nunca volvió a aparecer.