miércoles, 27 noviembre, 2024
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Edición N°

LOS HOMBRES QUE MUEREN EN LA CASA DE ASTERIÓN

En el fondo del inconsciente, perdido, escondido por nuestros tapujos y morales polémicas se encuentra una bestia criminal, un ser oscuro que alberga nuestros peores secretos, egoísmos, odios y pulsiones mortales. Es la criatura encerrada bajo mil llaves, que negamos abiertamente, que cuando se desata no tiene piedad, desconoce la empatía y nadie le importa. Un monstruo indiferente y sádico que en las crisis aparece más seguido.

Germán Rodríguez
redaccion@diarioelnorte.com.ar

“Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera”. 

El frio les come los huesos pero persisten ahí, parados en la esquina de la municipalidad, con las banderas y los reclamos, pidiendo por la ayuda de quien sea, que los dejen de mirar de arriba como números, como insectos, como nada, la desesperación lleva al ruego, al dolor. Se amontonan los demandantes, se aglutinan en sus ruegos, desde aquellos que piden trabajo, comida, hasta los que acechados por el cáncer se sienten abandonados por la salud pasando por los adictos que piden que se declare emergencia al flagelo de la droga, que se deje de ver a los adictos como enemigos sino como víctimas de un sistema cruel. Reclaman pero nadie los escucha, nadie los ve, nadie les responde, y a quienes se deben ocupar, no les importan.

Nadie nunca

“No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera”.

El maíz se atora en el campo, la peonada se persigna, el tractor paralizado sin gasoil  y los trabajadores temiendo lo peor, la perdida de la cosecha, posiblemente el no cobrar un mango. No hay gasoil y cuando el chacarero va a comprar apenas le dan y se lo sobrefacturan, porque acá en las crisis los vivos y aprovechadores no la dejan pasar. No hay más ganancia que en el dolor ajeno, que en la desesperación, que en el límite. Nos volvemos sádicos, ambiciosos, monstruos, lobos del hombre. No vemos al otro como un igual sino como una oportunidad, el abuso genera en más abuso, el estafado estafa y así siguen y siguen.

Oscuridad

“El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?”

No hay empatía, no hay consuelo, no hay mirada de ayuda, no hay solidaridad, el frio injusto pero sin sentimientos recuerda que somos vulnerables, que nuestra soberbia es una mentira, que nos atamos a falsa seguridades que rehúyen a creer en la muerte. Algunos se van con los bolsillos llenos y almas vacías, otros miran desesperanzados y buscan deseos que los hagan seguir viviendo. En el fondo de los corazones hay una bestia negra, oscura, encerrada en un recóndito espacio olvidado, es lo negro que hay en tus pensamientos, lo que no se quiere revelar, el monstruo que no hay que dejar ver. Eso que somos en el límite, lo que se desnuda feroz e impiadoso cuando nadie ve.

“El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió”.

El encomillado es del cuento*”la casa de Asterión” de Jorge Luis Borges.